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ENCUENTRA LO QUE AMAS Y DEJA QUE TE MATE

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Ansioso, insomne, con osteoporosis  (nunca me gustó la leche de niño) y para terminarla de fregar, con una arritmia cardiaca. Todo eso a mis 52 años y más de tres décadas de feliz adicción a la cafeína.

“David, si sigues tomando dos litros de café al día, no sirve de nada toda la medicina que te recete”, me dice mi querido amigo Juan Ortega, el cirujano que me salvó la vida hace casi una década, cuando me descubrieron un tumor benigno pegado a mi intestino.

¿Qué puedo hacer, si el café es el único vicio que tengo? Dejé el cigarro porque me estaba matando los pulmones; la comida chatarra por mi resistencia a la insulina; el alcohol siempre lo odié por el efecto de la cruda al día siguiente.

El café me ha acompañado desde mis primeros años en la ciudad de México. Fue testigo de mis continuos desvelos en la Universidad, del primer beso con unos molletes sencillos en un Vips. Estuvo presente en interminables charlas filosóficas que pretendían resolver la política de México o la paz mundial de un plumazo.

Me acuerdo de la primera vez que me tomé, a lo largo de una madrugada, una jarra completa. Amanecí con la tarea bien hecha y el estomago  revuelto. Un vómito épico que no se compara a la peor de mis borracheras. Era joven, inexperto y con poco presupuesto. No podía darme el lujo de dormir y pronto descubrí que esa sensación de las horas contadas para una entrega con fecha límite, acompañado de un café bien cargado, despertaba mis mejores ideas.  En esos años de universidad me hice cliente del Café Legal (“que rinde más de 140 tazas”, siempre que lo hagas aguado). 

En aquella época, el café fino, el “bueno”, era del Vips o Sanborns cuando había que ver al equipo para hacer una tarea o quedar bien con la chica en turno que me robaba el sueño. Era ese café infame, recalentando, que le tenías que poner un montón de azúcar y esa cosa rara, según crema para café, de Lyncott.

Como todo vicio, va creciendo poco a poco con los años. De 1989 a 1993 fueron esos lugares, hasta que entré a mi primer trabajo formal, y descubrí con mi primera quincena esas cafeterías italianas que hacían solamente americano, capuchinos o espressos.

Fue la primera vez que vi esas hermosas máquinas italianas de caldera, donde se hacía el café al momento, todo lleno de vapor y aromas, en lugar de la cafetera de la oficina, con ese brebaje amargo, de café chafa, todo recalentado.

A mediados de los 90´s tuve la fortuna de toparme con mi primera cafetería de especialidad. Se llamaba Etrusca y estaba (porque tristemente ya cerró), a unas cuadras del Palacio de Hierro de Durango. Una tarde cualquiera, después la comida corrida de rigor, vi ese hermoso lugar y me dio miedo entrar. ¿Cómo yo, un simple mortal godin, podría osar poner mis pies en semejante lugar? 

Un barista muy amable, se llamaba Manuel supe después, se acercó a la puerta y me dijo: “Buenas tardes, ¿ya nos conoces? Te invito a que pruebes nuestro café”. Y bueno, ahí cayó mi flaca cartera redondito. 

Estos señores cultivaban sus propios granos en Veracruz, tenían cafeteras salidas de la NASA, y sus baristas parecían hechiceros preparando fórmulas mágicas.  Creo que iba de lunes a domingo, incluyendo días festivos, sobre todo en las noches. Era la época donde vivía solo, en un cuarto de huéspedes, y estar solo viendo una TV de 13 pulgadas no me emocionaba mucho, la verdad.

Llegaba con un libro, y era mágico que el barista en turno me dijera. “¿Lo mismo de siempre, Dave?” Y yo con una sonrisa: “Sí, por favor, si eres tan amable”. Me sentaba las horas leyendo, con un par de cafés y una baguette de atún con queso manchego derretido. Hubiera sido mejor para mi economía comprar pan bimbo y jamón para mis sandwiches y hacer un Nescafé en casa, pero para mi ya no había vuelta atrás. El café en polvo era un pecado y yo quería ir al cielo.

La vida me llevó de un trabajo administrativo en el mundo de la mercadotecnia, al de ser “creativo” en una agencia de publicidad, que por casualidades del destino, organizaba eventos temáticos para seducir a los médicos: “andele doctor, recete Levitra, va a ver sus pacientes se lo agradecerán”. 

Hacíamos talleres de sushi, pintura, grabado y catas: de vino, té, y para mi buena suerte, de café. Esa fue otra etapa en mi adicción. Empece a conocer mi veneno con un nivel de profundidad que me permitía distinguir un café lavado de uno natural, de las sutilizas del café hecho a máquina a los artesanales como el “pour over”, kalita, sifón japonés o chemex.

Poco a poco me empece a llenar de cafeteras, esos compañeros siempre fieles en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, en la pobreza y riqueza. 

Hablar de tantas historias competiría en páginas con _La Guerra y La Paz_, y en este taller literario no tengo tanto tiempo. Basta decir que cuando tuve mi primera crisis nerviosa (con una psoriasis de pilón), jamás se lo atribuí a mi ingesta cotidiana de café. ¡Pinche estrés! Sí, ha de ser eso. ¿Y la gastritis? Ha de ser porque a veces me brinco el desayuno o la cena. ¿Insomnio? Es porque me robas el sueño con tus ojos.

En fin, pirateando al Sr. García Marquez, era la _Crónica de una muerte anunciada_. Si seguía tomando café, sin recato ni medida, en algún momento iba a agotar mi buena suerte. 

Dicen que “debes encontrar lo que amas y dejar que te mate”, y bueno, yo he sido obediente todas estás décadas, ¿qué se le va a hacer?

Salgo del Mocel y voy directo a mi cafetería favorita. “Hola David. ¿Cómo  estás? Lo mismo de siempre? 

“Sí, por favor, un flat white, pero con leche light deslactosada, aunque no salga bien la espuma, la leche entera me da cólicos”.

Me siento a leer y veo a la gente a mi alrededor. Algunos con sus frapuchinos llenos de azúcar o bebidas gigantes de matcha en polvo. ¡Qué horror!

Si he de morir, moriré contento (eso sí, con mi seguro de vida y gastos médicos al corriente, no quiero dejar problemas).

Así que mis queridos amigos, antes que termine la sesión de hoy … ¿Gustan un cafecito?

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