—¿Por qué estás llorando? —me pregunta mi tía Ángela.
Es por la tarde… casi noche.
Yo, solo, en una banca vieja, en la azotea de la casa.
Tengo cinco o seis años… no me acuerdo.
Solo me acuerdo de que extraño a mis papás.
Ellos me han dejado “como en adopción”,
bajo el cuidado de las tres tías: Ángela, Paz y Delia.
Ya todas arriba de los sesenta y tantos años.
Mi padre estaba en una situación complicada. Vivíamos en Iguala y él tenía un trabajo que no pagaba bien, como capataz en la Comisión del Río Balsas, un proyecto que le tocó en Iguala bajo el sexenio de Echeverría.
Mi madre acababa de dar a luz a Dany.
Un embarazo difícil la dejó a la pobre anémica, casi en los huesos.
Mi hermano, un gigante de casi tres kilos y medio, según me acuerdo.
René, el segundo, con una hepatitis altamente contagiosa.
Dijo el doctor:
—Es mejor que separe a los niños, al mayorcito.
No va a poder usted sola con todos.
Y sí…
Mi madre estaba sola todo el día, incluso hasta una semana,
con el escaso apoyo de su hermano adolescente, mi tío Tycho,
que estaba en el CONALEP en esa época, viviendo con nosotros.
Así que, con una gran angustia y enojo, mi madre, doña Martha, tuvo que aceptar la voluntad de mi santo padre:
que David se vaya con las tías al puerto de Acapulco.
Allá lo podrán atender bien.
Será temporal, dijeron.
Mientras crecen los niños y consigue don Luis un mejor trabajo.
Y pues sí…
Me acuerdo que me llevaron a una casa grande, grande; sola, sola.
Donde estaban las tías y la hermana menor de mi padre, mi tía Clemen. Puras mujeres.
—David, vamos a visitar a las tías —dijo mi madre.
—Mira, el periquito: burro, burro, burro —dijo mi padre.
Me distrajeron, me dejaron, no se despidieron.
Las despedidas pueden ser duras.
Y un niño de cinco años no va a entender nada.
Mejor así… se fueron en silencio,
y las tías me colmaron de juegos y golosinas para distraerme.
—¿Dónde están mis papás? —Al rato vienen, Davidcito, no te preocupes. ¿Quieres unos corn flakes, ver las caricaturas?
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Clemen se muere de celos a mi llegada. La atención ya no es para ella. Ahora el pequeño es el centro de atención de las tías.
Hasta muchos años después entendí sus malos modos,sus caras, sus desaires de no compartirme un dulce cuando llegaba de hacer su compra en La Comer de Las Hamacas: —No son para ti, son para mis hermanos en el pueblo.
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Y los días se volvieron semanas, y luego meses, y años.
Finales del kínder,
la primaria,
después la secundaria,
la prepa…
y jamás volví permanentemente a la casa de mis padres.
Al pueblo,
el famoso Plan de Los Amates,
tierra que solamente ha producido narcos…
y al futbolista Jorge Campos.
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¿Me puedo quejar? Pienso ahora que no tanto. Fui un niño enfermizo, que llenaron de libros y lo mejor que el dinero le puede comprar a esa edad.
¿Tuve muchos amigos? No. Me fui aislando. De la escuela a la casa. Haz la tarea, duerme una siesta, date un baño, ve un poco de TV y duérmete temprano, que mañana hay escuela.
A cierta edad ya pude ir a visitar yo solo a mis padres. Agarraba un camión destartalado rumbo al pueblo un viernes por la tarde, y regresaba el domingo, yo solo, por la noche, a la casa en la calle de Mina, la calle de toda mi infancia. Todo sudado, con los pies llenos de polvo.
¿Fue una experiencia traumática?
Tal vez sí.
Me costó terapia y algunos años entender
que mis padres no actuaron de mala fe.
Buscaron darme lo mejor en su momento,
en sus posibilidades.
Mientras yo vivía entre semana en una casa acomodada del puerto, mis hermanos fueron creciendo con muchas penurias en el pueblo.
Poco a poco fui entendiendo algunas cosas.
Muchos años después, ya en la prepa,
mi padre me llevó a un parque, casi a escondidas.
Él, desde que me dejó, nunca volvió a pisar la casa de las tías.
Solamente mi madre, algunas veces entre semana, de entrada por salida.
Siempre era una mezcla de emociones verla:
tristeza y alegría,
extrañeza y una nostalgia que se iba apagando.
Mi padre me compró una paleta helada,
de esas de limón para el calor.
Y esa tarde me explicó que mi historia era la suya.
Que él también había vivido con las tías de niño,
y que no soportó la soledad
y se fugó al terminar la secundaria,
al pueblo de los abuelos…
pero esa es otra historia que luego les contaré.
—Sé fuerte —me dijo—.
No es posible tener todo lo bueno en la vida;
a veces hay que hacer sacrificios.
Luego supe que mi padre nunca pudo pagarles a las tías un préstamo medio fuerte y eso lo mortificaba mucho. Por eso siempre mi mamá me sacaba a la calle para saludarlo, cuando llegaban en esa vieja camioneta Ford destartalada.
Ese fue el principio del camino del perdón y el entendimiento. Con los años comprendí que mi vida hubiera sido otra de quedarme con ellos; no sabré si mejor o peor, tal vez solo diferente.
La persona que soy es la suma de todas esas cosas de la infancia:
de estar solo en una habitación,
de vivir en una casa con tres tías,
cada una con un carácter muy diferente.
Una amorosa,
otra corajuda,
otra aparentemente indiferente.
Y sí, tal vez fue una experiencia traumática para un niño de cinco o seis años. Pero ahora que me acuerdo… ya duele sólo un poquito.
